viernes, 14 de agosto de 2015

Nunca dejes de cantar

      Un golpe fuerte en el pecho, como si de repente se detuviera para dejar de latir. Era una señal, una u otra. Ambas me matarían.
      Decidí inclinarme por la segunda, a pesar de mi herencia coronaria, supe que iba a poder mantenerme a salvo para disfrutar el camino. Esa muerte que sentí como nunca, tenía un gran significado, una gota y otra que llenaba un vaso hasta el tope. De esas muertes que reviven, de ese mundo que aparece y nadie quiere dejarlo.
     Tenía algo en su mirada, algo me decía que sabía todo. Aún más de lo que creía conocer de mí mismo. Esbelta, alta, un pelo castaño increíble que parecía nunca terminar y una presencia que no la aceptarían como palabra en ningún diccionario de nuestra lengua: imposible de denominar e infinita.
      Pero hubo algo que me llamó la atención por sobre todas las cosas, su sonrisa. De esas que permanecen en el tiempo mientras un pueblo sigue llorando por sus tristezas. Una boca que sonríe como la más feliz del mundo y atraviesa la alegría, eso que conocemos como alegría.
      ¿Qué diría de mí? Estaba perdido, perdidamente enamorado.