jueves, 21 de julio de 2011

Incendio infernal en la República de los Niños


Penetra en estos días la angustia, el dolor y perplejidad de los seres humanos en cada uno de los rincones donde se conocía el mundo de fantasía hecho realidad. La aguja clavó la vena luego de medio siglo de historia y la anestesia no se presentó para los padres que atormentaron en la vulnerabilidad de la vorágine cuando sus hijos se exponían al peligro. Más de 53 hectáreas majestuosas se convirtieron en el mismo infierno y la magia que alguna vez aglutinó a la infancia bajo la felicidad pronto se esfumó y alejó de lo indeleble. Las llamas invadieron la República de los Niños y arrebataron todos los sueños que creíamos vislumbrar.
El 2 de julio de 2011 no solo ocurrió una tragedia en un lugar del Universo, sino una metamorfosis en el ciudadano de La Plata que dejaba de ser niño para transfigurar sus sueños al cosmos de los seres adultos. Lo he visto con mis propios ojos y sé que todos transmiten en sus pesares la inestabilidad que se produjo al conocerse esta noticia. ¿Quiénes somos para merecer tal castigo? O en definitiva ¿por qué los niños deben pagar por la condena que los hombres imperfectos derraman en las fuerzas de la naturaleza?
Fue la catástrofe de la localidad de Gonnet donde el camino General Belgrano parecía conducir al día del juicio final. En medio de la humareda insoportable, la tierra medieval se había trasladado por completo a la profundidad de las tinieblas. Miles de vecinos, frente a la desesperación, como en medio de una invasión de los ángeles del infierno, cargaban baldes con agua y paraban el tránsito incontrolablemente, mientras los bomberos y la policía se dirigían al lugar. Ardieron cada uno de los 35 edificios de estilo europeo e islámico que representaban las instituciones del Gobierno de la República y habían sido realizados en una escala acorde a los niños de 10 años; se incineraron los 28 opulentos juegos mecánicos del parque de diversiones y con esto funaron cuatro de los 10 micros escolares que se encontraban en zonas aledañas, seis pudieron escapar con sus alumnos, mientras el resto de los chicos y sus maestras corrieron atolondrados hacia la salida a excepción de dos de ellos que se quedaron atrapados en el Museo Internacional del Muñeco, Sebastián Serlio y Juan Moreira.
Quién hubiera pensado que aquel sueño que empezó a construirse en 1949 durante la gobernación del Coronel Domingo Mercante y en muestras de agradecimiento a la solidaridad de María Eva Duarte de Perón con los más pequeños, y el resto de la sociedad desposeída, iba a concluir en esta desgracia que ya no posee ni un mínimo derecho de denominarla como tal. ¡Una maldición¡ Un suceso que escapa a toda lógica explicación de nuestro universo vocabular.
A las siete y media de la tarde, luego de que se cumpliera una hora en que la República se condenara a la furia de la hoguera, llegaron los bomberos inyectando las sirenas que se hundían en todos los vecinos como una piedra que se somete al mar. Todos escrupulosos mientras la policía alertaba y desalojaba la zona. Al principio fueron cuatro camiones de bomberos que se presentaron tenazmente clavando los frenos y patinando sobre la calle, dos delimitando el perímetro y otros dos ingresando para apagar el sector con toda la infraestructura histórica. Tiempo más tarde, no hubo otra opción que resignarse a comprender que todo estaba perdido, a pesar de la incorporación de los últimos seis camiones que se encontraban en la ciudad.
En ese momento se conoció lo más temido. Dos padres exasperados y una maestra debilitada por la mixtura de sensaciones, se acercaron a las autoridades policiales para informar sobre la desaparición de dos chicos. De forma urgente, mediante la radio, se avisó a los bomberos. Sorprendidos porque no habían encontrado rastros de vida en los edificios, fugazmente se agruparon para desarrollar el operativo de rescate.
Ese día habían asistido tres escuelas de la ciudad: La “Escuela Media N° 8”, “Escuela Gabriela Mistral N° 50” de Los Hornos y por último, “Escuela Normal N° 2 Dardo Rocha”. Los alumnos desaparecidos pertenecían al Normal N° 2, Sebatián Serlio y Juan Moreira, ambos de sexto grado división C.
Se conoce que los chicos estaban en la República realizando la visita guiada pero, como de costumbre, muchos de ellos se dispersaron con otras actividades: jugando al fútbol, tocando la guitarra, caminando de forma independiente sin la supervisión de las docentes. Esto, sin duda, marcó un antes y después en la secuencia del terrible acontecimiento.
El desacato de los alumnos no era un factor desconocido por las maestras, sin embargo, la irresponsabilidad de las mismas fue determinante cuando se acercó la emergencia. El fuego comenzó en el Centro Cívico, la zona central de la Repúbilica y no tardó en extenderse por todo el circuito. Debido a un desperfecto en el sector de comidas, se produjo una explosión y las llamas inundaron el lugar, como si se produjera un tsunami, propagándose hacia los techos de madera. Un día friolento que pronto se convirtió de forma insoportable en un tórrido tajante.
Las profesoras pudieron darse cuenta de la ausencia pero ya era demasiado tarde. Mientras intentaban contener a todos los más pequeños que llorisqueaban y gritaban bajo la luna que se aproximaba con su habitual rotación, salieron corriendo porque los micros habían estallado cuando el infierno los abrazó y el diablo mismo penetró en lo más sensible de sus temores.
Como la despedida de los soldados que se van a la guerra, el grupo de rescate fue aclamado frente a la angustiosa impotencia de las personas que se encontraban paralizadas. Luego de corroborar que los chicos se habían quedado atrapados en el Museo del Muñeco, los hombres valientes y fornidos, como aquellos 1600 obreros – ¡artistas si los hay!- que trabajaron en la edificación de la República de los Niños, se dirigieron en plena adrenalina con los camiones a toda velocidad.
Arrebatados rompieron la puerta del lugar y atravesaron las llamas mientras algunos de sus compañeros intentaban sumergir al Museo a las profundidades del océano. Entraron, atisbaron la zona, y al mismo tiempo esquivaron los techos que se desprendían del cielo como una lluvia de meteoritos. En el segundo piso, el sector de los muñecos de la región oriental, encontraron a los dos chicos tirados en el suelo sin reacción. Desmayados, los llevaron fuera del Museo y luego de varios intentos por parte de los médicos, volvieron en sí mientras los padres se acercaban corriendo con el corazón en la mano. La gente festejó en medio de la conmoción y mezcla de sentimientos, se había podido salvar la vida de los más chicos a pesar de la catástrofe.
A través de las cenizas sólo quedan los recuerdos de aquel mágico mundo de fantasía al servicio de todos los niños. En el núcleo de la tierra vive en nuestros corazones, a partir de la vida, el espíritu de lo que significó la República de los Niños. Hace más de medio siglo el sueño se había hecho para la satisfacción y felicidad de los más pequeños. Hoy, su destrucción, fue un funeral para muchos; sin embargo, mantuvo el mensaje claro. Aunque se hubieran podido utilizar todos los medios para intentar salvar una parte de la misma, se priorizó la vida de los niños. Con la cruel nostalgia entre la yema de mis dedos, exento de toda incertidumbre, puedo afirmar que Evita estaría orgullosa al ver esta pequeña luz en medio de la inmensa oscuridad.

Gen


Eran las ocho de la noche de un martes agitado en pleno invierno, ella no podía comprender lo que le habían contado. El viento le hizo sentir en carne propia que estaba a punto de perder la poca fe que yacía en algún hueco de su alma. No podía recordar la última vez que lo había visto y sabía que el intento le iba a ser perjudicial para la salud. Mientras tanto, seguía caminando por calle 8 con muy poca fuerza y a punto de desvanecerse.
Una mujer esbelta, de unos 45 años, cabello lacio rojizo, tez blanca y ojos marrones. La mirada penetrante transmitía su pesar y el pañuelo en su mano que apretaba nostálgicamente podía destrozar el corazón de cualquier persona que se le cruzara.
Todo ocurrió después de un llamado. Hay situaciones que no se pueden controlar, la vida es un vaivén, es inevitable la sorpresa. Aunque indudablemente, el carácter de la misma, genera respuestas anímicas distintas. El tiempo se nos escapa de las manos.
María Eugenia Castelar sabía que ese momento iba a llegar, pero no justo en ese instante. Su esposo, Jorge Hernández, había sido diagnosticado de un cáncer pulmonar y toda la familia se encontraba convulsionada. Fueron dos años intensos de lucha que se habían convertido en una gran esperanza frente a las mejoras que todos creían percibir. Pero la vida muchas veces sorprende, no se puede manejar y pensar que todo está al alcance de las manos.
La llamaron del Instituto Médico y una lágrima pronto se deslizó sobre su mejilla izquierda. Le arrebataron al amor de su vida, ya nada tendría significado para una mujer que día tras día mantuvo la fe en alto y el corazón en el cielo para continuar con aquellos momentos de felicidad.
María no pudo contenerse, dejó de caminar, arrojó el teléfono sobre la calle y en el instante que se escuchó el impacto que lo desarmó en mil pedazos, ella se arrodilló cuando caía en la vereda; comenzó a derramar fuertes lágrimas y a arrancarse los pelos de su cabellera. De esa boca salieron todas las peores palabras y sonidos que se puedan imaginar. Los vecinos de los edificios del centro de la ciudad salieron atónitos y llamaron a la policía. Preguntaron si necesitaba ayuda, si le había pasado algo. Ella nunca respondió, o mejor dicho, el silencio fue su mejor respuesta.

Espejo


En una esquina de la ciudad se encuentra un hombre que vende relojes, pulseras y anillos. No la va muy bien en el trabajo, pero él dice poder sobrevivir. La gente de la zona no lo conoce, no sabe de dónde viene, su nombre, ni cuáles son sus expectativas. Siempre se lo nota callado y cabizbajo. Puedo sentir su soledad.
En frente de él hay una casa de imitación de grandes cuadros de los mejores pintores del siglo XIX. Todos llaman la atención, pero hubo uno que siempre me arrancó los ojos y nunca pude olvidarme, dicen que es un cuadro de Edvard Munch. Ya hace meses que lo vengo observando y no puedo dejar de pensar en él.
El fin de semana pasado, estaba muy apurado y tenía que conseguir algún regalo para el cumpleaños de una amiga. No tuve otra opción que comprarle al hombre de la esquina. Conseguí un par de aros que parecían bastantes costosos. Mucho no pude hablar, apenas me dijo “12 pesos”. Un hombre de origen extranjero, será de Noruega posiblemente; tez oscura, de gran contextura física y una altura de casi 2 metros. Todos los días lo veo en el mismo lugar cuando salgo del trabajo.
No sé, pero por una cosa o por la otra siempre termino haciendo una asociación y mi cabeza se encuentra a punto de estallar. Estoy todo el día pensando en el cuadro y cuando no pienso en el cuadro pienso en el hombre que vende en la esquina. Veo la soledad y el frío, la angustia y la pena, tengo miedo, mucho dolor y ya me estoy fatigando. Fue como una especie de gualicho, nadie me lo puede sacar. Puede que ya esté alucinando.
El martes pasado fui al médico para que me dijera algo al respecto, este solo se me rió. Ya no encuentro la solución, comienza el día y, lo veo al hombre y lo veo al cuadro; transcurre la tarde y, lo veo al hombre y lo veo al cuadro; y así mismo cuando arriba la noche… lo veo al hombre y lo veo al cuadro.
Puede que ya me esté volviendo loco, o quizás que me vea reflejado en él, “en ellos”. Estoy muy solo, hace frío y tengo miedo.

miércoles, 6 de abril de 2011

Sangre Frita

Cayeron, se escuchó un golpe. Uno de ellos, Marcos Igalde, se mantuvo quieto y enfrentó el dolor. Melina y Paulo alcanzaron a correr con banderas, zapatillas desatadas y lograron inmiscuirse entre la multitud. A los lejos, entre la oscuridad, la sangre en el pantalón roto mostraba una marca que parecía haberse borrado con el paso del tiempo. Pero no, aún, en plena etapa democrática, el eco continúa elevando sin memoria ni perdón. Un conflicto gremial, una revuelta sindical y el enfrentamiento violento que generaba una muerte más entre tanto asesino suelto.

viernes, 1 de abril de 2011

Díscolo




Todavía el silencio le roza la garganta. Escupe con sangre y acumula la gangrena.

Todo porque vuelve de la guerra, todo porque estuvo a punto de no volver.

De pendejo fue esclavo, se crió en una colonia y mataron a sus cuatro hermanos. Cinco años más tarde, escapó en búsqueda de la libertad. Fue allí cuando lo apresaron e hicieron descubrir su propia luz, la que se burla de la muerte. En esos instantes, cayeron relámpagos y le cortaron la cabeza, penetró brillo en los ojos y se le reventaron las pupilas.
Diez años escribiendo su propia historia con una aguja clavada entre las venas. La sangre traspasó las hojas y el viento sentenció respiros en medio de la danza cervical.