jueves, 21 de julio de 2011

Gen


Eran las ocho de la noche de un martes agitado en pleno invierno, ella no podía comprender lo que le habían contado. El viento le hizo sentir en carne propia que estaba a punto de perder la poca fe que yacía en algún hueco de su alma. No podía recordar la última vez que lo había visto y sabía que el intento le iba a ser perjudicial para la salud. Mientras tanto, seguía caminando por calle 8 con muy poca fuerza y a punto de desvanecerse.
Una mujer esbelta, de unos 45 años, cabello lacio rojizo, tez blanca y ojos marrones. La mirada penetrante transmitía su pesar y el pañuelo en su mano que apretaba nostálgicamente podía destrozar el corazón de cualquier persona que se le cruzara.
Todo ocurrió después de un llamado. Hay situaciones que no se pueden controlar, la vida es un vaivén, es inevitable la sorpresa. Aunque indudablemente, el carácter de la misma, genera respuestas anímicas distintas. El tiempo se nos escapa de las manos.
María Eugenia Castelar sabía que ese momento iba a llegar, pero no justo en ese instante. Su esposo, Jorge Hernández, había sido diagnosticado de un cáncer pulmonar y toda la familia se encontraba convulsionada. Fueron dos años intensos de lucha que se habían convertido en una gran esperanza frente a las mejoras que todos creían percibir. Pero la vida muchas veces sorprende, no se puede manejar y pensar que todo está al alcance de las manos.
La llamaron del Instituto Médico y una lágrima pronto se deslizó sobre su mejilla izquierda. Le arrebataron al amor de su vida, ya nada tendría significado para una mujer que día tras día mantuvo la fe en alto y el corazón en el cielo para continuar con aquellos momentos de felicidad.
María no pudo contenerse, dejó de caminar, arrojó el teléfono sobre la calle y en el instante que se escuchó el impacto que lo desarmó en mil pedazos, ella se arrodilló cuando caía en la vereda; comenzó a derramar fuertes lágrimas y a arrancarse los pelos de su cabellera. De esa boca salieron todas las peores palabras y sonidos que se puedan imaginar. Los vecinos de los edificios del centro de la ciudad salieron atónitos y llamaron a la policía. Preguntaron si necesitaba ayuda, si le había pasado algo. Ella nunca respondió, o mejor dicho, el silencio fue su mejor respuesta.